¿Por qué ser militar?
Ser militar no es un trabajo. Ni siquiera es una profesión como otra cualquiera. Es una forma de vida, o mejor dicho, una forma de estar en el mundo. Es levantarse cada mañana sabiendo que tu oficio no tiene nada que ver con producir más, vender más o medrar en una oficina. Es aceptar que tu empleo consiste, literalmente, en estar dispuesto a poner la vida encima de la mesa cuando te lo ordenen. Y eso, digámoslo claro, no se paga con dinero.
El primer choque es brutal. Cuando llegas al centro de instrucción, lo primero que descubres es que el Estado pone precio a tu sudor y a tu obediencia en una cifra ridícula: cuatrocientos euros al mes. A veces, ni eso, porque el primer mes no lo cobras y el dinero llega tarde. Es la primera lección: aquí no hay privilegios ni alfombra roja, aquí se empieza aguantando hambre, barro, frío y un sueldo que apenas sirve para tabaco y algún billete de tren. Después, con el uniforme ya ganado, la cifra sube a 1.300 o 1.400 euros. Un sargento ronda los 1.800. Un teniente, los 2.200. Calderilla para quienes juran dar la vida sin rechistar. Lo sabe cualquiera que haya cobrado una nómina con el escudo del Ministerio de Defensa.
Y sin embargo, la paradoja es esa: los números no explican nada. Ser militar nunca ha sido cuestión de euros, sino de otra moneda invisible. La moneda del honor, de la lealtad, del compañerismo y de la satisfacción del deber cumplido. Un militar sabe que la verdadera paga no se ingresa en el banco, se guarda en la conciencia. Se mide en la mirada del compañero al que sacaste de un aprieto en unas maniobras, en la confianza de saber que si te pasa algo alguien te sacará a rastras, en el orgullo silencioso de volver a casa con la cabeza erguida.
La vida militar no es amable. Es barro hasta los tobillos, es polvo en la garganta, es hambre en un vivac y sueño atrasado en una guardia que nunca termina. Es la soledad de las misiones internacionales, donde te comes las navidades a miles de kilómetros de casa, en un país que ni sabe pronunciar tu nombre. Es disciplina, es obediencia, es la certeza de que no puedes fallar aunque todo en ti grite lo contrario. Y es, también, el silencio ingrato de un país que muchas veces no recuerda que tiene soldados hasta que los necesita. España, conviene decirlo, paga mal a quienes juran morir por ella. Compra héroes baratos, muy baratos, con nóminas que avergonzarían a cualquier político de despacho. Y aun así, siempre hay quien firma.
¿Por qué ser militar, entonces? Porque alguien tiene que hacerlo. Porque mientras el resto del mundo vive ajeno a lo que hay ahí fuera, alguien debe estar dispuesto a ponerse en primera línea. Porque este oficio, que combina vocación con sacrificio, disciplina con renuncia, sigue siendo lo más noble que un hombre o una mujer pueden elegir. Ser militar es aceptar que tu vida puede quedar marcada por destinos ingratos, guardias eternas y sueldos cortos. Pero también es aceptar que tu nombre formará parte de una hermandad indestructible, tejida a base de barro, sudor y sangre compartida.
Un civil puede cambiar de empresa cuando se harta. Un militar no se da la vuelta cuando suena la orden. Un civil puede quejarse porque el jefe no le aprueba las vacaciones. Un militar va donde le mandan, aunque sea al culo del mundo. Un civil vive para sí mismo y su familia. Un militar vive para algo más grande, invisible, abstracto: la patria, la unidad, los valores que juró defender. Y sí, es injusto, ingrato, incluso cruel. Pero precisamente por eso tiene valor.
Ser militar es tener claro que, cuando los demás corran, tú te quedarás. Que, cuando los demás duden, tú obedecerás. Que, cuando los demás se aparten, tú darás un paso al frente. Ser militar es, en definitiva, vivir con un propósito que no se mide en euros ni en pluses, sino en dignidad.
Y ésa es la respuesta. ¿Por qué ser militar? Porque la vida, al final, solo merece la pena cuando tiene sentido. Y en el uniforme, pese a todo, ese sentido existe.
Desde Honor y Valores
En Honor y Valores no te contamos películas ni adornamos la realidad. Ser militar es más que un sueldo. Es más que una salida profesional. Es una vida marcada por la vocación, el deber y el orgullo de pertenecer a algo más grande que uno mismo.
Aquí hablamos claro: no prometemos riqueza, prometemos propósito. No hablamos de comodidad, hablamos de sacrificio. No ofrecemos letra pequeña: ofrecemos la verdad.
Y esa verdad es simple: ser militar es duro, ingrato y muchas veces injusto. Pero también es lo más noble que un hombre o una mujer pueden elegir.
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