Rebecca: la guerra no pudo matarla, ni la verdad doblegarla

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Rebeka López Salas_ la geurra, la erdad y la vida

Hay historias que no caben en titulares. Que no se pueden empaquetar en frases cómodas ni vender como épica de cartón piedra. Hay historias que duelen, que incomodan, que obligan a mirar de frente lo que muchos prefieren olvidar. La de Rebeka López Salas es una de esas. Una vida atravesada por la guerra, por la identidad, por el peso insoportable de haber apretado un gatillo y por la valentía de ser quien se es, aunque el mundo entero mire con desconfianza.


Rebeka fue soldado. Soldado de los de verdad, de los que saben lo que significa arrastrar barro en las botas, sudar bajo un chaleco antibalas y dormir con un fusil como única almohada. No fue un uniforme de desfile ni de postureo. Fue un uniforme de trincheras, de guardias interminables, de misiones en lugares donde el sol quema de día y el frío mata de noche. Ella estuvo ahí, en esa línea donde la vida se mide en segundos y la muerte es una vecina que siempre acecha a la vuelta de la esquina.






En una entrevista con Pedro Buerbaum, Rebeka pronunció las palabras que definen lo que vivió: “He aniquilado a siete personas.” Detrás de esa cifra, seca como una bofetada, no hay gloria ni banderas. Hay noches en vela, hay miradas que nunca se olvidan, hay silencios que muerden en la soledad. Matar en combate no es un mérito ni un trofeo. Es un lastre que se pega a la piel y que no se va jamás. Lo sabe cualquiera que lo haya hecho. Lo sabe Rebeka. Y por eso lo dijo sin adornos, sin lamentos teatrales, con la frialdad amarga de quien carga con un peso que no pidió, pero que asumió porque era su deber.


En la guerra, uno mata para no morir. Para proteger a los suyos, para obedecer la orden que llega por radio, para sobrevivir en un escenario donde la moral queda enterrada bajo las balas. Pero después, cuando el ruido cesa y vuelves a la vida civil, esos muertos siguen contigo. Te acompañan en el silencio de la noche, en los sueños rotos, en la mirada que se clava en la pared. Y ahí no hay medallas que lo arreglen. No hay nómina ni discurso oficial que compense lo que has dejado en el campo de batalla.


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Rebeka, además, tuvo que enfrentarse a la incomprensión de muchos. Ser trans no es sencillo en la vida civil. Imagínalo dentro de un cuartel, entre uniformes, jerarquías y tradiciones. Su lucha fue doble: por sobrevivir en la guerra y por sobrevivir a sí misma. Y lo hizo con la misma dureza con la que se sostiene un fusil en medio de un tiroteo. Porque ser quien eres, aunque el mundo no lo acepte, también es un acto de guerra.


Su vida no encaja en los relatos fáciles ni en las películas de Hollywood. No hay épica edulcorada aquí. Hay dolor, sangre, barro y verdad. Una soldado que cumplió órdenes, que se manchó las manos, que mató cuando no había otra opción. Y que, cuando volvió, eligió vivir con la frente alta, sin esconderse, sin disfrazarse, sin pedir perdón por ser quien es. Esa es la grandeza de Rebeka: no haber claudicado nunca, ni en el campo de batalla ni en la vida.

Los que han pasado por la guerra saben que lo que queda después no es la gloria, sino el vacío. El peso de los que no regresaron, el recuerdo de las miradas apagadas, la certeza de que siempre podrías haber sido tú. Rebeka carga con todo eso y con mucho más. Y, aun así, sigue adelante. Se reconstruyó desde las cenizas, desde las ruinas de la guerra y de una identidad negada durante demasiado tiempo. Y lo hizo con la serenidad de los que han visto lo peor del ser humano y todavía encuentran fuerza para ser ellos mismos.


La suya es una historia incómoda, sí. Pero es también una historia necesaria. Porque nos recuerda que ser militar no es un sueldo, ni un uniforme planchado para desfilar los domingos. Ser militar es un pacto con la vida y con la muerte, con el deber y con el sacrificio. Y ser trans en ese contexto es multiplicar la dureza por mil. Y aun así, lo hizo. Y por eso merece ser recordada.


Desde Honor y Valores


En Honor y Valores no hablamos de cifras ni de estadísticas. Hablamos de personas de carne y hueso, de quienes han visto la guerra y han vuelto para contarlo, aunque nunca vuelven del todo. Hablamos de soldados que cargan con lo que otros no soportarían ni un segundo, y que aun así siguen adelante, sin rendirse.

Rebecca no es solo un nombre: es una vida marcada por el combate, por la verdad y por la valentía de ser ella misma en un mundo que a menudo no perdona la diferencia. Es la prueba de que la fuerza no está en los galones ni en las medallas, sino en la dignidad de mirar al mundo sin bajar la cabeza.

Por eso, desde aquí, con respeto y admiración, lo decimos como lo dicen quienes de verdad la conocen y la aprecian:
nos permitimos el lujo de llamarla Rebecca.



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