LA GUARDIA CIVIL
En España hay instituciones que sobreviven al desprecio, al olvido y a las modas pasajeras. Están ahí desde hace casi dos siglos, firmes como un muro de piedra contra el viento. Una de ellas viste de verde y lleva un tricornio. Y aunque a algunos les pese, la Guardia Civil es ya parte inseparable de la historia de este país.
Se la puede criticar, se la puede parodiar, se la puede ignorar desde la soberbia de los salones cómodos. Pero lo que no se puede negar es que cuando la carretera se oscurece, cuando la desgracia golpea, cuando el caos acecha, la primera luz que aparece suele venir de un coche verde con franja blanca. Eso lo saben los que de verdad han sentido miedo en mitad de la noche, no los que hablan de oídas.
Los guardias civiles son esa España callada que no necesita discursos. Son la pareja que camina por un pueblo en fiestas y que basta para que todos sepan que hay orden. Son los que patrullan en silencio un puerto de montaña donde solo hay viento y nieve. Son los que recogen un cuerpo destrozado en un accidente de tráfico a las tres de la madrugada, sin cámaras, sin aplausos, sin reconocimiento.
Y son también, conviene recordarlo, los que miraron de frente al terrorismo cuando este azotaba con más crueldad. Los que pusieron el cuerpo entre las bombas y los disparos. Los que sabían que cada mañana al girar la llave de contacto en el coche podía saltar el infierno. Y aun así salieron, una y otra vez, porque era su deber. Muchos quedaron en el camino. Sus nombres se pierden en calles y placas que apenas leen los vecinos. Pero estuvieron ahí. Y gracias a ellos, este país pudo seguir en pie.
No son héroes de postal. No son santos. Son hombres y mujeres de carne y hueso, con familias, con miedos, con dudas. Pero lo que les diferencia es que, a pesar de todo, cumplen. Siempre cumplen. Porque su vida está tejida con una palabra que pocos entienden y muchos desprecian: deber.
Habrá quien diga que exagero. Que es romanticismo. Que son tiempos distintos. Que todo eso ya no importa. Son los mismos que confunden libertad con desorden, crítica con desprecio y memoria con olvido. A esos convendría recordarles que sin la Guardia Civil, sin esos hombres y mujeres anónimos que cada día se ponen el uniforme y salen a la calle, España sería un lugar mucho más inseguro, más débil, más frágil.
La Guardia Civil ha envejecido con este país, con sus luces y sus sombras. Ha cambiado, se ha modernizado, ha aprendido de sus errores. Pero hay algo que permanece intacto. Algo que no caduca. Algo que se transmite de generación en generación, como una antorcha que no se apaga: la certeza de que servir no es un privilegio, sino una carga. Que el uniforme no se lleva para lucirlo, sino para soportarlo.
Eso, en un tiempo de discursos huecos y palabras vendidas al mejor postor, es un recordatorio incómodo. Porque obliga a mirar de frente lo que significa realmente la palabra honor. Honor no es un lema vacío. Honor es seguir patrullando aunque tu compañero haya caído la semana pasada. Honor es entrar en el agua helada para rescatar a un desconocido. Honor es levantar la mano en mitad de la carretera y que todos obedezcan sin necesidad de gritar.
Y junto a ese honor, los valores. Valores que no se estudian en manuales ni se aprenden en charlas. Valores que se maman en el cuartel, en las guardias interminables, en la mirada seria del veterano que te enseña a estar derecho aunque todo alrededor se derrumbe.
Por eso, cuando se hable de la Guardia Civil, sobran adornos y discursos fáciles. Basta con decir lo que cualquiera que haya necesitado ayuda ya sabe: que ahí están. Siempre. Que estuvieron en el pasado, están en el presente y estarán en el futuro. Que mientras quede un guardia civil en España, quedará alguien dispuesto a poner el cuerpo por los demás.
Y ese es el verdadero homenaje. No las palabras grandilocuentes ni los aplausos de ocasión, sino la certeza íntima, silenciosa, de que representan lo más noble y lo más duro que puede exigirse a un servidor público. La Guardia Civil es eso: un muro firme en mitad de la tormenta.
Y cuando llegue el momento de resumir su legado en una sola frase, no hará falta complicarse. Bastará con escribir lo que llevan grabado desde hace generaciones, lo que los sostiene y los define, lo que los convierte en una de las columnas morales de este país: desde el honor y los valores.
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