En 1970, un muchacho de apenas 19 años, hijo de un carpintero de barrio y de una madre costurera, recibió la famosa carta que tantas vidas marcó en su época. Se llamaba y se sigue llamando Manuel Serrano. Nació en Cuenca en 1950 y, como tantos otros de su generación, la mili se cruzó en su camino en un momento donde la juventud y la incertidumbre iban de la mano. Fue llamado a filas con la Quinta del 70, y acabó destinado al Centro de Instrucción de Reclutas número 10 (CIR-10), en el campamento de San Gregorio, Zaragoza. La mili lo sacó de la rutina de aprendiz en un taller de automoción y lo llevó a un mundo de disciplina, de botas, de armas y también de camaradería.
Quienes lo conocen saben que Manuel no habla de aquellos años con amargura, sino con un poso de nostalgia serena. Para él, aquella etapa fue “una universidad de la vida” que lo formó tanto como cualquier escuela. Hoy, jubilado y abuelo de tres nietos, sigue recordando con claridad olores, sonidos y hasta canciones que se cantaban en los barracones de San Gregorio. En sus palabras todavía hay emoción, y mientras narra aquellas experiencias, es capaz de trasladar a quien lo escucha a los años en que la mili era, para muchos jóvenes, la primera vez que salían de su casa para enfrentarse al mundo real.
Entrevista con Manuel Serrano
¿Cómo recuerda el día que llegó al CIR-10?
Lo recuerdo con una mezcla de miedo y curiosidad. El tren desde Cuenca hasta Zaragoza estaba lleno de chavales como yo, con maletas de cartón y cara de susto. Al llegar al campamento de San Gregorio nos pusieron en fila y lo primero fue raparnos el pelo. Fue un corte simbólico: dejamos de ser chavales de pueblo y pasamos a ser reclutas.
¿Qué fue lo que más le impactó al entrar en el campamento?
La inmensidad del lugar. Todo era polvo, viento y barracones. El terreno parecía no acabarse nunca y la sensación era que estabas en medio de la nada. También me impresionó ver a cientos de jóvenes de toda España, todos en la misma situación. No conocías a nadie, pero en pocos días éramos como una gran familia.
¿Cuál diría que fue el momento más duro?
Los primeros días. El cuerpo no estaba acostumbrado a los horarios, a levantarse con el toque de diana, a correr con el equipo encima, a pasar revista. Pero lo más duro era la morriña. Yo echaba mucho de menos a mis padres y a mis hermanas. Cada carta que llegaba de Cuenca la leía una y otra vez, hasta que el papel se arrugaba de tanto doblarlo.
¿Y el momento más emotivo?
La primera jura de bandera. Sentir que estabas allí, con tu uniforme, con tu fusil, jurando defender a tu país, fue algo que me marcó. No era solo un acto militar, era también un acto personal. Yo me sentí parte de algo más grande que yo mismo.
¿Alguna anécdota curiosa de San Gregorio?
Una noche en guardia, muerto de sueño, me quedé dormido apoyado en el fusil. Me descubrió un cabo, y en vez de castigarme, me dijo: “Serrano, vete a echarte agua a la cara y vuelve, que no quiero verte así otra vez”. Ese gesto me enseñó que incluso en la mili, donde todo era disciplina, también había humanidad.
¿Cómo era la convivencia entre compañeros?
Lo mejor de todo. Había chicos de Galicia, Andalucía, Aragón, Castilla, incluso de las islas. Convivir con tanta gente distinta me enseñó que las diferencias no importaban, porque allí todos estábamos en lo mismo. La amistad que surgía en esas condiciones era de verdad. Todavía conservo cartas y fotos de compañeros de aquellos años.
¿Qué valores cree que aprendió en la mili?
Aprendí el compañerismo, la disciplina y la justicia. En la mili no podías pensar solo en ti, porque dependías de los demás. También aprendí a valorar la palabra dada y la importancia de cumplir con lo que se espera de ti. Eran valores duros, pero muy útiles para la vida.
¿Cómo lo llevó su mujer durante el tiempo que usted estuvo en la mili?
Lo llevó con paciencia, aunque fue duro para los dos. Nos escribíamos cartas casi cada semana y en ellas me contaba su día a día, lo que pasaba en el barrio y en la familia. Aquellas cartas eran un refugio. Ella me decía que estaba orgullosa de mí, y eso me daba fuerzas para aguantar el frío, la disciplina y las ausencias.
¿Le hubiera gustado que sus dos hijos hubieran hecho la mili?
Sí, me habría gustado. No por la obligación en sí, sino porque creo que la mili enseñaba valores que hoy hacen falta: respeto, compañerismo, disciplina. No digo que sin mili no se puedan aprender, pero en aquel entorno se grababan a fuego. Hubiera querido que ellos también vivieran esa experiencia, aunque sé que cada tiempo es distinto.
¿Recuerda alguna anécdota especial con sus compañeros?
Muchas. Una que siempre cuento es cuando un compañero de Cádiz se trajo una guitarra y en las noches de rancho empezaba a tocar y a cantar. Nos juntábamos todos alrededor y por un rato olvidábamos el cansancio y la rutina. Esos momentos de risas y canciones eran tan importantes como el propio entrenamiento.
¿Y con su sargento, tuvo alguna experiencia que recuerde especialmente?
Sí, nuestro sargento era muy recto, duro como una piedra, pero también justo. Un día, durante una marcha, yo estaba agotado y a punto de quedarme atrás. Él se me acercó y en vez de humillarme, me gritó al oído: “Serrano, usted puede más de lo que cree, no se rinda”. Esa frase se me quedó grabada para siempre. Desde entonces entendí que a veces la dureza no es castigo, sino una forma de empujarnos a dar lo mejor de nosotros.
¿Cómo le influyó en la vida civil?
Muchísimo. Cuando volví y más tarde monté mi taller mecánico en Cuenca, apliqué esa mentalidad de equipo que había aprendido en el cuartel. Siempre traté a mis trabajadores como compañeros, porque entendía que solo unidos se podían sacar las cosas adelante. Esa lección fue quizá la herencia más importante de mi mili.
Si pudiera elegir, ¿volvería a vivirla?
El frío de Zaragoza en invierno o el calor sofocante en verano, no. Pero la experiencia como tal sí. Fue dura, pero también hermosa. Me dio carácter y me enseñó valores que me acompañaron toda la vida. Nunca me arrepentí de haber pasado por ella.
¿Qué mensaje dejaría a los jóvenes que nunca hicieron la mili?
Les diría que la vida no siempre es cómoda y que enfrentarse a pruebas duras es lo que te hace crecer. La mili me enseñó a no rendirme, a valorar a los demás y a confiar en el esfuerzo colectivo. No se trata de nostalgia, sino de reconocer que sin sacrificio, sin disciplina y sin honor, una sociedad pierde su esencia.
El ECO de una vida
Hoy, con el pelo blanco y la voz pausada, Manuel reconoce que sin aquella mili quizá no sería quien es. No habla de heroísmos, sino de valores. El mismo hombre que una vez marchó con paso firme por el polvo de San Gregorio, ahora camina despacio llevando de la mano a sus nietos. Y mientras lo hace, se sorprende a sí mismo tarareando canciones militares que aprendió hace más de medio siglo. Porque hay etapas que nunca se borran, y la mili, con su dureza y su camaradería, fue para Manuel Serrano una de esas huellas imborrables que siguen marcando su vida.
Para finalizar Manuel:
¿Quiere dejar un mensaje para los jóvenes que lean Honor y Valores?
Sí, quisiera decirles algo desde la experiencia de mis años. No tengan miedo a las dificultades, porque son las que forjan el carácter y nos enseñan a valorar la vida. Entiendan que el honor, la justicia, la lealtad y el compañerismo no son palabras antiguas, son cimientos que sostienen a una persona y a un país. Ustedes vivirán tiempos distintos a los míos, pero siempre habrá retos, siempre habrá momentos en los que deberán decidir entre lo fácil y lo correcto. Elijan lo correcto, aunque duela. Sean firmes, ayuden a quien lo necesite, cumplan con su palabra y no se rindan nunca. Cuando llegue el día en que miren atrás, quiero que puedan sentirse orgullosos de haber vivido con dignidad, porque ese es el mayor legado que se puede dejar.
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