El médico Spriman no llevaba fusil. Tampoco casco ni trincheras. Su campo de batalla eran hospitales saturados, pasillos interminables y despachos llenos de papeles que mataban más que las balas.
No luchaba contra ejércitos visibles, sino contra enemigos peores: la corrupción, la cobardía y la mentira.
Era un hombre hecho a sí mismo, con la obstinación de los que no se rinden y la claridad brutal de quien sabe que callar es complicidad.
Nadie recuerda la primera vez que se puso una bata blanca. Ni él mismo. Lo único que recordaba era el peso. El mismo peso que sienten los soldados al ajustar el casco, los marineros al izar las velas o los viejos legionarios al recibir una orden: la certeza de que aquello ya no era un trabajo, sino un destino.
I. LA PRIMERA BATALLA
No fue en un campo abierto ni en una colina perdida. Fue en un hospital que se venía abajo, con respiradores rotos y profesionales exhaustos.
No silbaban balas. Silbaban monitores que se apagaban, teléfonos que no respondían, voces que gritaban auxilio.
El médico Spriman comprendió entonces que su enemigo no era solo la enfermedad. Era también la desidia de quienes mandaban, la indiferencia de quienes tenían poder para cambiarlo todo y preferían mirar hacia otro lado.
Ese día tomó una decisión que ya no tendría marcha atrás: hablar.
Hablar aunque le costara el puesto.
Hablar aunque le señalaran.
Hablar porque había hombres y mujeres muriendo a su alrededor y no pensaba ser cómplice con su silencio.
II. LA RESISTENCIA
El oficio de Spriman no era cómodo. No lo aplaudían en los despachos. No lo abrazaban en los pasillos de los ministerios.
Su lugar estaba abajo, donde los médicos corrían, las enfermeras lloraban y los pacientes se aferraban a un hilo de oxígeno.
Allí aprendió que resistir no es aguantar sentado. Resistir es ponerse en pie cuando todos bajan la cabeza. Resistir es decir lo que nadie quiere escuchar.
Mientras otros callaban, él habló.
Mientras otros obedecían, él desobedeció.
Mientras otros buscaban medallas, él buscaba justicia.
Sabía que el precio sería alto. Y lo pagó.
Críticas, insultos, amenazas, expedientes. Todo lo que un sistema sabe hacer contra quien levanta la voz.
Pero él no se quebró. Porque Spriman sabía que a veces la épica no está en matar, sino en aguantar de pie mientras te disparan con leyes, con titulares, con mentiras.
III. LA TRINCHERA INVISIBLE
Su guerra era otra.
Una guerra sin fusiles ni tanques, pero con cadáveres de verdad.
Cada noche era un parte de bajas. Cada guardia, una batalla perdida o ganada.
El médico Spriman caminaba por los pasillos como un soldado por la trinchera.
Las camillas eran cuerpos en espera.
Los quirófanos eran campos de batalla.
Los informes médicos eran, muchas veces, certificados de derrota.
Y aun así, volvía cada día. Con el mismo gesto obstinado. Con la misma fe de quien sabe que no cambiará el mundo, pero puede salvar a un hombre.
Y salvar a un hombre, en mitad del desastre, ya era ganar una guerra.
IV. UNA NOCHE INTERMINABLE
Cuentan que hubo una guardia que duró lo que dura una eternidad.
Dieciocho horas seguidas sin sentarse, sin beber agua, sin comer.
Dieciocho horas saltando de un cuerpo a otro, cosiendo, entablillando, insuflando aire donde ya no quedaba.
Al final de esa noche, Spriman se desplomó en una silla de plástico.
Las manos rojas, los ojos vacíos, la mirada perdida.
Nadie se atrevió a hablarle. Nadie se atrevió a agradecerle. Porque sabían que aquello no era heroísmo, era condena.
Era el precio de haber elegido un oficio que no perdona.
V. EL ENEMIGO OCULTO
Pero el mayor enemigo no estaba en los pasillos. Estaba arriba, en los despachos.
En los que firmaban contratos con las manos limpias de sangre y las conciencias sucias de billetes.
En los que daban ruedas de prensa con palabras huecas mientras abajo los muertos se apilaban.
Spriman los señaló con el dedo. Los nombró. Los acusó.
Y eso, en un país acostumbrado a mirar al suelo, era más peligroso que cualquier enfermedad.
Le llamaron loco. Rebelde. Radical.
Lo persiguieron con expedientes y titulares.
Pero nunca pudieron quebrarlo. Porque su fuerza no estaba en un cargo, ni en un sueldo, ni en una medalla. Estaba en el respeto silencioso de los que trabajaban a su lado y sabían que, gracias a él, todavía quedaba alguien con el valor de decir la verdad.
VI. EPÍLOGO
El médico Spriman no buscó nunca gloria. No esperó estatuas ni calles con su nombre.
Quiso vivir y morir como vivió: libre.
Algunos lo odiaron, muchos lo temieron, y no pocos lo amaron en silencio, con la devoción que se reserva a los hombres tercos que no se doblan.
Cuando le preguntaban por qué arriesgaba todo, siempre respondía lo mismo, con esa calma seca que no necesita adornos:
—Porque no puedo dejar que mueran solos.
Y en esa frase quedó toda su leyenda.
La de un hombre que no mató a nadie, pero salvó a cientos.
Que no empuñó un fusil, pero peleó cada día con la misma furia que un soldado en la trinchera.
Que no aceptó callar, porque sabía que el silencio también mata.
El médico Spriman fue, al fin, lo que muy pocos se atreven a ser: un combatiente sin uniforme, un guerrero sin ejército, un hombre solo contra todos.
Y aun así, nunca dejó de luchar.
Porque alguien tenía que hacerlo.
Desde Honor y Valores queremos hacer este pequeño homenaje.
Un homenaje que no pretende gloria ni ruido, sino memoria.
Porque el recuerdo nunca es muerte.
El recuerdo es vida que se niega a desaparecer.
Es la voz que se alza en medio del silencio, el latido que aún resuena cuando el cuerpo ya no está.
Hoy evocamos a quienes caminaron antes que nosotros. A los que se dejaron la piel en trincheras de barro, en hospitales colapsados, en lugares donde la dignidad era lo único que quedaba en pie.
No hablamos de héroes de mármol, hablamos de hombres y mujeres de carne y hueso.
De aquellos que eligieron resistir aunque doliera, cumplir aunque costara, hablar aunque supieran que nadie quería escuchar.
Decimos sus nombres porque nombrarlos es no dejarlos morir.
Los recordamos porque olvidar sería traicionarlos.
Y aunque la muerte los haya reclamado, siguen aquí, en la memoria, en la sangre, en los valores que nos enseñaron.
Este homenaje no es un adiós. Es un juramento:
Mientras haya alguien que los recuerde, jamás estarán muertos.
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