Están ahí, día tras día, con un cuaderno en la mano, un gesto cansado y una voz que insiste cuando el resto del mundo calla.
Hoy, Antonio Orantos asume la jefatura de la Guardia Civil en Extremadura, la tierra que lo vio nacer y que ahora lo recibe con orgullo.
De pronto, todo se reduce a un cuarto de hospital, a la aguja que entra en la vena, al gotero que marca las horas como una campana.
El médico Spriman no llevaba fusil.
Con todo lo que esa palabra arrastra: barro en las botas, tabaco húmedo en los bolsillos y la mirada cansada de quien ya no espera nada de la vida salvo cumplir con su deber.Nació en un rincón sin gloria, un pueblo seco, donde la infancia se medía por el peso de las piedras en los bolsillos y la dureza del sol en verano.
Con la mascarilla marcada en el rostro, los guantes desgarrándole la piel y el cansancio hundido en los huesos, Gema sigue.
Todos coinciden en algo: detrás de esa experiencia está la huella de José, el hombre que supo transformar su pasado militar en un legado educativo.Y es que José no solo fundó un campamento: encendió una llama que arde cada verano en la mirada de los que pasan por allí. Y ahora dejemos que sea él mismo quien hable; en la entrevista que sigue, José nos abre las puertas de su historia y del alma del Campamento El Cid.
Los que empuñaron un fusil, los que vigilaron una frontera, los que aguantaron de pie cuando la tormenta pedía arrodillarse.
En marzo de 2020, cuando el mundo entero parecía desmoronarse, un enfermero llamado Javier Morales, de 34 años, cruzaba cada mañana las puertas del hospital de Alcorcón con el miedo en el cuerpo y el uniforme empapado en sudor antes de empezar.