En marzo de 2020, cuando el mundo entero parecía desmoronarse, un enfermero llamado Javier Morales, de 34 años, cruzaba cada mañana las puertas del hospital de Alcorcón con el miedo en el cuerpo y el uniforme empapado en sudor antes de empezar. Llevaba más de diez años trabajando como enfermero de urgencias, pero jamás había visto algo parecido. Su vida, como la de tantos sanitarios, se partió en dos: antes y después de la pandemia.
Javier nació en 1986, hijo de un conductor de autobús y de una dependienta de barrio. Nunca pensó que la palabra “héroe” se podría asociar a su profesión, porque él mismo se consideraba simplemente un trabajador de la salud. Pero durante aquellos meses se encontró viviendo jornadas interminables, entre respiradores, batas de plástico improvisadas y pasillos convertidos en improvisadas salas de cuidados intensivos. Lo que más recuerda no es el ruido de las máquinas, sino el silencio: el silencio de los familiares que no podían despedirse, el silencio de los pacientes intubados, el silencio que caía después de cada fallecimiento.
Hoy, años después, Javier reconoce que el recuerdo le sigue pesando. No busca reconocimiento ni titulares, pero habla con crudeza porque considera que la sociedad debe recordar lo que pasó. Dice que en cada guardia dejó una parte de sí mismo, y que todavía hoy, cuando llega la noche, a veces vuelve a escuchar las alarmas de la UCI en sus sueños.
Entrevista con Javier Morales
¿Cómo recuerda el primer día en que se dio cuenta de lo que estaba pasando?
Fue como una bofetada. Teníamos urgencias llenas, la gente con fiebre alta, sin poder respirar, y de repente el hospital entero se llenó de camas en los pasillos. Nunca había visto a tantos pacientes juntos, todos graves, todos a la vez. En ese momento supe que nada sería igual.
¿Qué fue lo más duro de aquellos meses?
Lo más duro no era el cansancio, ni las jornadas de doce o catorce horas con un EPI que asfixiaba. Lo más duro era mirar a los ojos a los pacientes y saber que muchos no saldrían de allí. Lo más duro era que murieran solos, sin familia, y que nosotros tuviéramos que ser su última compañía. Yo sujeté manos que ya no volverán a abrirse, y eso no se olvida nunca.
¿Recuerda alguna imagen que todavía le persiga?
Sí. Recuerdo una señora mayor que me pedía que llamara a su hija porque quería decirle adiós. No había teléfonos suficientes, así que presté el mío. Escuchar esa despedida fue una de las cosas más duras de mi vida. Cuando colgué, me encerré en un baño y lloré. Luego me lavé la cara y volví a la sala, porque no había tiempo ni para las lágrimas.
¿Cómo lo llevaba su familia en casa?
Muy mal. Mi mujer estaba embarazada de nuestro segundo hijo y cada día tenía miedo de que yo llevara el virus a casa. Nos abrazábamos con miedo, con mascarilla, con la sensación de que cada gesto podía ser peligroso. Yo mismo dormí semanas en una habitación aparte, aislado, porque no quería contagiarles. Fue una soledad tremenda.
¿Y sus padres, cómo vivieron todo aquello?
Con mucho sufrimiento. Me llamaban a diario para saber cómo estaba, aunque sabían que no podía contarles todo. Mi madre lloraba por miedo a perderme y mi padre intentaba darme ánimos, aunque en su voz se notaba la preocupación. Ellos, desde la distancia, también vivieron la pandemia como una guerra.
¿Alguna vez pensó en dejarlo?
Claro que sí. Había días en los que salía del hospital destrozado, con la sensación de no haber hecho suficiente, de que todo lo que hacíamos era una gota en un océano. Pero al día siguiente volvía, porque alguien tenía que estar allí. No era valentía, era responsabilidad.
¿Y sus compañeros? ¿Qué papel jugaron en todo aquello?
Ellos fueron mi familia. Nos apoyábamos unos a otros, nos dábamos fuerza cuando flaqueábamos. Recuerdo cómo nos compartíamos un trozo de chocolate en un pasillo, o cómo alguien hacía un chiste absurdo para romper el ambiente. En medio de tanto dolor, la única manera de resistir era estar juntos.
¿Tiene alguna anécdota especial con ellos que recuerde con cariño?
Sí. Una noche, después de horas y horas de trabajo, una compañera empezó a cantar bajito una canción infantil para calmar a un paciente desorientado. Poco a poco, todos los que estábamos allí la seguimos. Fue un momento de ternura en medio del caos, y nos recordó que la humanidad no se pierde ni en las peores batallas.
¿Tuvo algún jefe o superior que le marcara especialmente en esa etapa?
Sí, nuestra supervisora de planta. Era dura, exigente, no dejaba pasar ni un error, pero era la primera en entrar en las habitaciones más complicadas. Nos transmitía la idea de que la disciplina era la única manera de salvar vidas. Con ella aprendí que ser recto no significa ser insensible, sino estar a la altura de lo que se espera de ti.
¿Alguna vez tuvo un enfrentamiento con ella?
Sí, una vez discutimos porque yo quería dar más tiempo a un paciente en parada, aunque médicamente ya no había nada que hacer. Ella me cortó en seco y me dijo: “No es cuestión de lo que queremos, es cuestión de lo que podemos”. Me dolió, pero con los años entendí que tenía razón. Esa rectitud salvó muchas vidas.
¿Hubo momentos de esperanza entre tanto dolor?
Sí. Recuerdo cada alta hospitalaria como una victoria. Cuando alguien salía por la puerta, todos aplaudíamos. Esos aplausos eran nuestra gasolina, porque nos recordaban que no todo era muerte, que también estábamos salvando vidas.
¿Cómo le ha cambiado como persona y como profesional?
Me cambió para siempre. Aprendí a valorar más a mi familia, a no dar por sentado un abrazo ni una conversación. Profesionalmente, entendí que la enfermería no es solo técnica, es también humanidad. A veces lo único que podíamos dar era una mirada o una caricia en el hombro, pero eso también era medicina.
¿Qué mensaje dejaría a los jóvenes que lean Honor y Valores?
Les diría que recuerden siempre que en la vida habrá momentos duros, y que son esos momentos los que forjan de verdad el carácter. Que no se dejen llevar por la comodidad ni por lo fácil, que se mantengan firmes en los valores que sostienen a una sociedad: el honor, la lealtad, el sacrificio y la humanidad. Les diría que no huyan de la entrega, porque es en la entrega cuando uno descubre su mayor grandeza. Y les diría, con el corazón en la mano, que el día que miren atrás puedan sentirse orgullosos no de lo que tuvieron, sino de lo que dieron.
El eco de una vida
Hoy, cuando Javier Morales habla de la pandemia, lo hace con la serenidad de quien sobrevivió, pero también con la herida de quien nunca podrá olvidar. Dice que no se siente un héroe, que solo cumplió con su deber. Sin embargo, quienes le escuchan entienden que en su voz hay algo más: la certeza de que, en los momentos más oscuros, lo que sostiene a un país no son los discursos ni las cifras, sino las manos anónimas que curan, acompañan y consuelan.
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