El Cabo Pontánido no fue un héroe de bronce ni un nombre destinado a adornar mármoles oficiales. Era un soldado. Con todo lo que esa palabra arrastra: barro en las botas, tabaco húmedo en los bolsillos y la mirada cansada de quien ya no espera nada de la vida salvo cumplir con su deber.
Nació en un rincón sin gloria, un pueblo seco, donde la infancia se medía por el peso de las piedras en los bolsillos y la dureza del sol en verano. De allí salió con lo puesto y un juramento sencillo: obedecer, resistir y aguantar. Lo demás era ruido.
I. LA PRIMERA CICATRIZ
Dicen que la primera vez que se enfrentó al fuego real no tembló. Era joven, sí, pero no ingenuo. El miedo lo tenía atado en la garganta, como todos. El secreto fue que supo disimularlo mejor. Pontánido aprendió pronto que el coraje no es la ausencia de miedo, sino seguir adelante aunque el miedo te muerda las tripas.
Aquella noche lo recordaba siempre igual: el silbido de la metralla, el polvo que levantaban las balas contra el muro, el olor de la pólvora mezclado con el de la sangre caliente. Fue allí donde entendió que las guerras no las ganan los discursos, sino los hombres que aprietan los dientes y no retroceden.
II. OFICIO DE SOLDADO
El oficio de Pontánido era sencillo: cumplir órdenes y mantener con vida a los suyos. Nada más, nada menos. Nunca hablaba de estrategia ni de política. No creía en grandes ideales. Creía en la fila de hombres a su izquierda y a su derecha, en los que sudaban y sangraban con él. Creía en la mano que te sostiene mientras te arrastras por el barro.
El Cabo Pontánido era un soldado práctico. Sabía cuándo ahorrar balas, cuándo callar y cuándo gruñir una blasfemia que rompía la tensión de la noche. Nunca sonreía del todo, pero tampoco dejaba que el silencio se hiciera insoportable.
III. LA NOCHE DE FUEGO
Cuentan que hubo una madrugada distinta a todas. Un punto de inflexión. El enemigo bajaba de las colinas, silencioso, como una marea oscura que avanzaba con cuchillos y fusiles. Pontánido los vio primero. Y entonces se plantó, fusil en mano, la mandíbula apretada, los ojos secos.
Dicen que disparó como si fuese el último día de su vida. Convirtió la oscuridad en fragua, cada ráfaga de su fusil era un latido. Nadie supo nunca cuántos cayeron. Sólo que, al amanecer, donde debía haber un pelotón enemigo quedaban cuerpos desparramados en el polvo y un silencio pesado como plomo.
Los que sobrevivieron a su lado nunca lo olvidaron. Lo contaban años después, en tabernas llenas de humo, con el vaso en la mano: “Si seguimos vivos, fue por el Cabo Pontánido”.
IV. EL REGRESO
Pontánido volvió a casa, como vuelven siempre los soldados: en silencio. Con una maleta pequeña, un uniforme gastado y la certeza de que nadie entendería nunca lo que había visto.
No presumió jamás. Nunca pidió medallas ni reconocimientos. Cuando alguien le preguntaba, respondía con la misma frase de siempre:
—Hice lo que había que hacer.
Esa era toda su épica. La de los hombres que saben que la grandeza no está en los discursos, sino en limpiar el fusil después de la batalla, en compartir la última lata de conserva, en caminar recto cuando todo alrededor se derrumba.
V. EPÍLOGO
El Cabo Pontánido murió como vivió: sin ruido. Un día cualquiera, en una cama vulgar, mirando al techo con los mismos ojos que miraron el infierno. No hubo salvas de honor ni música marcial. Sólo unos pocos compañeros, viejos soldados como él, que apretaron los labios en silencio y levantaron la copa en su nombre.
Y así quedó la leyenda: un hombre sin medallas, sin discursos, sin más gloria que la de haber hecho lo que otros no se atrevieron.
Porque alguien, al fin y al cabo, tenía que hacerlo.
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